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Olvidadizo y con prisas

Foto del escritor: Stephen A. R. M.Stephen A. R. M.

Martín tardó en despertarse. Estiró sus brazos y piernas, aún cubierto con su manta. Trataba de recordar los sueños que había tenido, pues acostumbraban a ser hilarantes. De tanto en tanto, los escribía en su libreta, aunque fuera para recordar la estrafalaria imaginación que su cerebro solía tener.

Se asustó. Recordó que era viernes. Miró su despertador, y vio que eran ya las siete y media.

—¡Ostras, no, no, no!

Martín se olvidó de configurar el despertador la noche anterior. Comenzaba a trabajar a las ocho, y tardaba unos veinte minutos para llegar. No había tiempo para desayunar.

Saltó de la cama y fue inmediatamente al baño para asearse. Puso pasta de dientes sobre su cepillo y trató de peinarse mientras se lavaba los dientes. Fue una aventura un tanto rocosa, pero lo logró. Acto seguido, se vistió de unos pantalones largos de color azul marino, una camisa blanca y unos zapatos que combinaban con su cinturón marrón. Agarró su portátil, lo puso en su mochila y se dirigió hacia la puerta de su casa. Se paró en seco.

—¡La corbata!

Era viernes; ello significaba que todos llevaban corbata. Aunque, según Martín, aquella era una tradición tonta de la empresa, no era el día para iniciar una revolución.

Agarró una corbata que fuera a juego con el color de los pantalones, se la puso como mejor pudo, y fue a la puerta de su casa. Se detuvo otra vez.

—El informe, Martín. ¡El informe!

Había trabajado toda la noche para elaborar un informe importante para la empresa. Por nada del mundo podía dejarlo en casa. Desafortunadamente, no recordaba bien dónde lo había dejado. Tuvo que rebuscar en la oficina de su casa, abriendo gavetas y revolviendo papeles. No lo encontró.

—¿Dónde diantres…? Ah, espera.

Martín fue a la cocina. Recordó que, tras elaborar el informe, lo imprimió y revisó mientras cenaba tarde. Como él supuso, ahí estaban los documentos, reposando sobre la mesa del comedor.

—¡Ahí está!

Agarró el informe. “Ahora sí que sí, ya puedo irme”. Con el informe y el portátil en su mochila, marchó de casa y se dirigió hacia donde aparcó su coche. ¿El problema? No estaba aparcado donde él creía.

—Espera un momento… ¿Qué?

Martín miró hacia los lados y la calle de enfrente. No veía su vehículo. Le extrañó mucho, pues solía aparcar sobre aquella zona. Volvió a la entrada de su casa y prosiguió en dirección contraria. Tampoco lo veía.

—¿¡Dónde está mi coche!?

Tardó un par de minutos más hasta que se acordó. La tarde anterior hubo un evento cerca, por lo que los lugares donde solía aparcar estaban ocupados. Tenía el coche algo más lejos, como a cinco minutos caminando. Inició su marcha, pero se detuvo de inmediato. Con la racha que llevaba aquella mañana, más le valía comprobar. Puso las manos en su bolsillo.

—Genial… Se me olvidaron las llaves del coche.

Corrió a su casa, tomó sus llaves y fue lo más rápido que pudo a su coche. Ya quedaban doce minutos para las nueve, por lo que sabía a ciencia cierta que llegaría tarde al trabajo. Que sea lo que Dios quiera.

Condujo con precaución, evitando dejarse llevar por la urgencia del momento. Aun así, apuró en un par de semáforos, atravesando las intersecciones justo antes de que se pusiesen rojo. Esperaba no encontrarse con una multa en los próximos días.

Llegó al edificio donde trabajaba. Curiosamente, había poquísimos coches aparcados. Aquello no era normal. Preguntándose dónde estaban los empleados, fue a la entrada y prosiguió adonde al agente de seguridad.

—Hola, soy Martín. Aquí mi identificación.

—¿Martín? ¿Qué hace aquí? —le preguntó el agente.

—Pues a trabajar, ¿no? A ver, sé que llego tarde y tal…

—No, no. Hoy es la barbacoa de la empresa a las doce, en casa del jefe. ¿No te acuerdas?

—Oh…

Martín sacó su móvil y ojeó su calendario. El agente tenía razón. Los empleados de oficina tenían el día libre con motivo de comer juntos y celebrar un año exitoso en la empresa. Martín respiró hondo, sintiendo que había evitado una reprimenda, o peor aún, un despido por llegar tarde.

Optó por tomarse una mañana más tranquila para dejar atrás el ajetreo matutino. Regresó a casa y se relajó. Desayunó con calma, leyendo un libro que tenía aparcado hace semanas. Aprovechó para enviar algunos mensajes a familiares y amigos suyos, preguntando cómo estaban y viendo quién tenía disponibilidad para quedar en un futuro próximo. Terminó la mañana viendo un par de capítulos de su serie de comedia favorita.

Quedaba media hora para la barbacoa. Se cambió de ropa, optando por un conjunto más informal. Después de todo, no quería que su camisa y pantalones del trabajo olieran a barbacoa. Ya cambiado, fue al coche y se dirigió a la casa de su jefe.

Al llegar y aparcar, observó que la mayoría de los compañeros de trabajo estaban ahí. Saludó a todos los que vio y entabló cuantiosas conversaciones superficiales, del tipo qué tal, cómo estás y qué bien que hoy no trabajamos.

Uno de sus compañeros se le acercó.

—Hey, Martín. ¿Cómo va?

—Bien, bien, Berto. Agradecido por un día de descanso —respondió Martín.

—Agradecido por un… ¡Pero venga, Martín! —exclamó Berto—. No tienes que hablar así tan formal conmigo.

—Ah, lo sé. La costumbre.

—No pasa nada. En fin, ya tenemos listo el fuego.

Martín se le quedó mirando, no entendiendo bien qué esperaba su compañero de él. Permaneció quieto, mirando alrededor, asintiendo y sintiéndose cada vez más incómodo.

—Bueno, Martín —el compañero dio un par de palmadas—, ¿qué? No te quedes embobado. ¿Me das la carne?

—¿Cómo?

—Trajiste la carne, ¿no? Hoy te tocaba a ti.

Martín tragó saliva; una gota de sudor recorrió por su frente.

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