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A toda voz

Foto del escritor: Stephen A. R. M.Stephen A. R. M.

Un hombre de sesenta años se relajaba en el porche de su casa, balanceándose en una silla mecedora. Su nombre era Germán, y vestía con tirantes grisáceos, una camisa blanca algo maltrecha, botas altas, y un sombrero de paja. Jugueteaba con un palillo entre sus dientes, moviéndolo de lado a lado mientras observaba a personas y vehículos pasar de largo. Era una tarde tranquila, sin ningún incidente en el pueblo ni rumor que mereciera la pena ser escuchado.

Un viento sopló. Germán cerró los ojos y disfrutó del frescor, escuchando el maullar de los gatos que merodeaban cerca. Uno de color pardo subió por las escaleras del porche y se sentó ante Germán, como esperando a recibir algo de él. El hombre, al abrir sus ojos, dirigió su mirada hacia el gato.

—Lo siento, gatito, no tengo comida.

El gato maulló otra vez, como si protestara.

—Vaya, ¡me pillaste! Espera, tengo algo en el bolsillo de atrás… Ah, ¡mi espalda! Demasiado tiempo sentado, ¿sabes? A ver, a ver… ¡Anda, mira! Comida para gatitos. ¡Quién lo diría!

Germán extendió su mano con la comida, dejando que el gato comiese de él. El animalito engulló todo en pocos segundos; Germán lamentó no haber traído más.

—¡Germán! —gritó Ani, la vecina que vivía al lado—. ¡Como sigas dándole de comer a los gatos, nos invadirán!

—¡Que lo hagan, Ani! ¡Y los perros! ¡Y las palomas! ¡Y las serpientes! Bueno, las serpientes a lo mejor no.

—Muy gracioso. Ya te gustaría…

—No, no me gustaría. ¡Me encantaría! Mejor compañía, imposible.

—Claro, comparado contigo y Francis —dijo ella, esbozando una mueca burlesca. Luego se rio y cabeceó—. Es broma, Germán.

—Lo sé, Ani. Lo sé —dijo Germán, riendo entre dientes.

Ani se sentó en la silla mecedora que también tenía en el porche de su casa. Había dejado un paño a medio coser sobre una mesilla; lo tomó, agarró la aguja y continuó con su afición favorita.

Germán frunció el ceño, preocupado. Conocía a Ani desde hace años y, por un buen tiempo, notaba que ella siempre andaba estresada. Con el pasar del tiempo, Germán había sido testigo de cómo Ani se volvía cada vez más esbelta y estaba menos tiempo en casa. Para echar más leña al fuego, anoche había escuchado una discusión acalorada en su hogar.

—Ani.

—¿Sí?

—¿Qué tal el día? —preguntó Germán, aunque ya imaginaba que Ani no diría mucho.

—Bah —Ani viró los ojos y gruñó.

—¿Otra vez el trabajo?

—Yo estoy harta. Pero harta de hartísima, no de un poco hartita. Pero nada, ante todo, positiva y cabeza alta. Mi consejera me dice que me relaje más, que tenga mejor actitud. Que piense más en lo bueno, menos en lo malo.

—¿Funciona?

—Algo sí, Germán. No mucho. Mejor que antes. El trabajo sigue dando asco. Demasiado.

—Mejor que antes es mejor que nada.

—Pues sí, pues sí —dijo Ani, no muy convencida.

—¿No piensas cambiar de trabajo?

—Algún día, Germán. Algún día. ¿Y tú? ¿Todo bien?

—Meh.

—Como siempre, ¿eh? —rio Ani.

—Como siempre, con ganas de jubilarme —confesó Germán—. Pero no porque el trabajo dé asco, eh. Me gusta, pero ya toca relajarme.

—Buf, si ya quiero yo, a los treinta y tantos años, ¡no me imagino tú!

—Imagina, Ani. Hoy al menos tengo al nieto aquí. Si no fuera por él, estaría siempre solo en casa.

—Aún no me puedo creer que tu familia no quiera estar contigo. ¡Con lo amable que eres!

—Tanto como amable… Hay días y días.

—¡Eso todo el mundo! Si por días y días fuera... En fin, cambiando de tema, ya que tienes aquí a tu nieto. ¿Podrías llamarle para que juegue con mi hijo? El pobre no tiene ningún amigo y sufre mucho en la escuela.

—Oh, por supuesto —accedió Germán, recordando todas las historias escolares terroríficas que Ani le había contado durante los últimos dos años—. Víctor está con sus maquinitas, pero lo sacaré de ahí en un plis plas. ¡Víctooooooooooooooooooooor!

Ani soltó una carcajada. Siguió el ejemplo de Germán, tomando una buena bocanada de aire y exclamando con todos sus pulmones:

—¡Dereeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeck!

El hijo de Ani fue el primero en aparecer. Era bastante tímido, tenía un cabello castaño que le llegaba hasta el hombro, y vestía una camisa a rayas y pantalones tejanos. Se paró al lado de su mamá, algo cabizbajo. Germán, al ver que su nieto tardaba en venir, gritó otra vez:

—¡Víctooooooooooooooooooor! ¡Baja ya o te quedas sin helado!

Como si aquellas palabras fueran mágicas, Víctor salió corriendo de su habitación, bajó las escaleras al primer piso dando saltos y apareció al lado de Germán en un santiamén. Tenía el pelo bastante corto, lucía una camisa roja con dibujos de patinadores y llevaba un pantalón corto de color verde oliva.

—Abuelo, ¡no me quites el helado! —rogó Víctor, asustado.

—No te preocupes, ñito. Mira, ¿ves ese niño de ahí? ¿Te acuerdas de él?

Víctor negó con la cabeza. Sí lo vio en un par de ocasiones, pero había pasado tanto tiempo desde la última vez que realmente ni se acordaba.

—Es Dereck, el hijo de Ani. Necesita algo de compañía. ¿Por qué no traes tu pelota y jugáis un poco? Eso le animará.

—¡Pero…!

—Helado —interrumpió Germán.

—¡Vale! —accedió Víctor, esbozando una sonrisa muy falsa.

—¡Buen chico! Venga, andando.

—Espera, que tengo que avisar a mi amigo. ¡Sergioooooooooooooooo! —exclamó Víctor.

Al otro lado de la calle, dos casas más al sur, se abrió una ventana en el segundo piso. De ahí asomó la cabeza de un niño rubio, con gafas verdes muy llamativas. Al ver a Víctor, bufó.

—¡Pero qué haces, tío! ¡Estamos en medio de una partida! ¡Vuelve ya, que van a matar a Jerry y Nacho!

—¡Ya lo sé, Sergio! ¡Pero mi abuelo dice que vaya a jugar con Dereck!

—¡Quién rayos es Dereck, tío!

—¡Ese niño de ahí! —dijo Víctor, apuntando a Dereck.

—¿¡Y cuándo vuelves, Víctor!? —preguntó Sergio, poniéndose más histérico.

—¡Pues no sé! —Víctor se dirigió a su abuelo y tanteó, forzando otra sonrisa—. ¿Cinco minutos?

—Media hora, mínimo —indicó Germán, chasqueando la lengua.

—Jo… —Víctor volvió a dirigirse a su amigo—. ¡Mi abuelo dice que media hora, Sergio!

—¡Ostias, Víctor, me cago en…!

—¡Niñooooooooooooooo! —gritó Germán—. ¡Esa boquita!

Sergio resopló, sacudió su cabeza y cerró la ventana. En la casa de enfrente de Germán, otra ventana se abrió y de ella se asomó un hombre adormilado. Era Francis, conocido en el vecindario como Mr. Quejista por ser muy gruñón.

—¡Cállense de una vez, que intento dormir la siesta! —imploró Francis.

—¡Pues ponte música clásica, Mr. Quejista! —vociferó Germán—. ¡Así no nos escucharás!

—¡Germáaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaan! —gritó Francis, baboseando y poniéndose rojo.

—¡Franciiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiis!

Francis puso cara de mal humor. Tanto él como Germán se miraron intensamente, como dos vaqueros preparándose para desenfundar sus revólveres y disparar antes que el otro. De repente, el parecer de Francis cambió por completo.

—¿Mañana a las ocho en el bar?

—Mañana a las ocho. Toca revancha en el billar, ¿eh? —mencionó Germán, recordándole que la última vez le había dado una paliza tremenda.

—Ya, ya. Imbécil… —masculló Francis.

—Ala, abuelo. ¡Lo que te ha dicho! —exclamó Víctor, boquiabierto.

—Quita, quita. No le hagas caso, ñito. Tú agarra la pelota y ve a jugar.

Víctor corrió al patio trasero, tomó su pelota de fútbol y se la ofreció a Dereck. Al hijo de Ani le costó animarse, pues no acostumbraba a hacer deporte, pero sus ojos se iluminaron cuando Víctor le mostró cómo golpeaba la pelota con sus piernas y cabeza sin que cayese al suelo. “¡Enséñame, enséñame!”, repetía Dereck una y otra vez, emocionado.

Ani agradeció el gesto a Germán y Víctor. Por un buen rato, observaron en silencio a los niños jugar, quienes imitaban a jugadores de diferentes clubes y países. Ani sonreía de oreja a oreja, cosiendo y viendo cómo su hijo la pasaba tan bien.

Al rato, Ani recibió una llamada. En cuanto vio quién era, palideció y se puso tensa. Germán notó que ella temblaba un poco.

—¿Ani? ¿Va todo bien?

—Sí… sí… —respondió ella, sin dejar de mirar el móvil.

Ani se levantó de la silla y se dirigió adentro. Germán jugueteó con el palillo de dientes, especulando si la llamada tenía que ver con el trabajo. Se incorporó y caminó hasta el límite de su terreno, escuchando con atención y mirando a los niños jugar. Su nieto, Víctor, le propuso pasar la pelota entre los tres, pero Germán se negó. Su atención estaba en Ani.

La voz de su vecina subía cada vez más. Germán no lograba entender palabra alguna; con todo y eso, sospechó que la conversación era una continuación de la noche anterior. A ratos, Ani gritaba, seguido por un hablar desenfrenado. De tanto en tanto, Dereck paraba, mirando preocupado hacia la casa.

“¿Qué rayos pasa? Tal vez debería ir adonde ella y preguntar”, pensó Germán. Sin embargo, no quería importunar, meterse donde no le llaman.

—¿¡En serio!? ¿¡MÁS!?

De repente, hubo silencio. Víctor y Dereck pararon de jugar, asustados. Parecía como si se hubiera detenido el tiempo en todo el mundo, sin que nada ni nadie hiciera sonido o movimiento alguno.

A los pocos segundos, se abrió la puerta de la casa de enfrente, la de Francis. Era su esposa, Melinda, siempre luciendo con su bata y sus rulos. Miró a Germán y movió la cabeza, como preguntando “¿Qué pasa?” sin pronunciar palabra alguna. Germán se encogió de hombros, pues desconocía la situación en la que Ani estaba envuelta.

Melinda, aún en la puerta, se giró y habló con su marido. Al rato, salió Francis con ella y fueron adonde Germán.

—¿No sabes nada de nada, Germán? —preguntó Melinda.

—Ni idea.

—No es la primera vez que pasa —anotó Francis.

—Ya. También la escuché anoche, Francis.

—Anoche, y varias veces más —prosiguió Francis—. Lleva semanas gritando por teléfono a saber quién y por qué. En todo caso, me está poniendo de los nervios. Ya bastante tengo con los niños…

—¡Francis! —gritó su esposa, dándole un codazo—. ¿En serio?

—¿Qué?

Melinda bufó y viró los ojos. Fue entonces cuando escucharon a Ani gritar varias veces, como desesperada. Dereck comenzó a llorar y Víctor trató de consolarlo, sin mucho éxito. Melinda fue adonde ellos y habló con Dereck con voz tierna y calmada, lo que le ayudó a tranquilizarse un poco.

Ani abrió de par en par la puerta de su casa.

—¡La madre que los…!

Ani se paralizó al ver a Germán, Francis y Melinda. Estuvo tan absorta en la discusión que no pensó ni en sus vecinos ni en los niños. Su respiración se entrecortó; se tambaleó y cayó de rodillas al suelo, llorando. Germán y Francis acudieron a ella y la ayudaron a incorporarse para que se sentase en la silla. Melinda, bastante preocupada, trajo a los niños.

—¿Qué pasa, Ani? —preguntó Germán.

—Nada… Nada… Es igual… —repetía Ani, sin saber qué decir.

—¿Es tu esposo? —inquirió Melinda, aunque se arrepintió de inmediato.

—¿Qué? ¡No! No, no es él. Ojalá él estuviera aquí —señaló Ani.

—¿Entonces?

Ani los miró, insegura de qué compartir. No porque no pudiera decir nada, sino por lo complejo de la situación. Exhaló profundamente, recobró su compostura y compartió lo único que se le ocurría decir.

—Es el trabajo.

—¿El trabajo? —Francis enarcó las cejas, extrañado—. Sé que hay trabajos de mierda, pero hasta este punto…

—¡Francis! Los niños —se quejó Melinda.

—Ah, perdón. Trabajos de estiércol.

Melinda gruñó, mas pensó que era mejor ignorar su infantil ocurrencia. Se plantó ante Ani, se agazapó y agarró sus manos.

—Ani. Sea lo que sea, puedes contarnos. ¿Podemos ayudarte con algo?

—No es nada en concreto —dijo Ani, apenas sonriendo, suspirando profundamente—. Son solo algunas cosas del trabajo. Bueno, muchas. Demasiadas. Todo. Ay… No quiero pensar en ello. Pero gracias.

—¿Segura? —insistió Melinda.

—Ajá.

Melinda, Francis y Germán se miraron entre sí y se encogieron de hombros. Ani clavó su mirada en su hijo. Pensaba en todas las veces que la habría escuchado gritar, ponerse histérica con los mandamases y compañeros del trabajo. Sabía que todo aquello le afectaba, pero le costaba frenarse ante la presión que sentía.

Germán golpeó la barandilla del porche, atrayendo la atención de todos.

—Ya sé lo qué haremos. Ahora mismo agarro una bolsa con hielo y helados, nos metemos todos en mi furgoneta, que seguro cabemos todos, y nos vamos a la montaña. ¿Qué decís? ¿Vamos?

—¡Sí! —dijeron Víctor y Dereck al unísono; eso sí, más animados por los helados que por la montaña.

—¿Así sin más? —preguntó Francis a Germán. Ni su vestimenta ni la de su esposa eran particularmente adecuadas para la montaña.

—¡Claro que sí! Batas, pijamas, tirantes, ¡qué más da! ¿Venís?

—¿Por qué no? —dijo Melinda antes de que Francis objetara.

—¿Ani? ¿Qué dices? —preguntó Germán.

Ani miró a todos, insegura. ¿Irse a la montaña, así de repente? Había mucho que pensar. ¿Y si la volvían a llamar? ¿Y si requerían su presencia en el trabajo? ¿Y si debía leer o enviar correos electrónicos urgentemente? ¿Y si a última hora tenía que preparar una presentación o reporte?

“No, basta”, pensó ella finalmente. Sacudió su cabeza, miró a Germán, esbozó una tímida sonrisa, y asintió.

—Vamos a la montaña.

—¡Genial! ¡Todos a la furgoneta! —vociferó Germán, caminando hacia su casa para tomar la bolsa, el hielo y los helados.

—¡Ah, abuelo! ¡Espera! —Víctor se acordó de una cosa que debía hacer antes.

—¿Qué pasa, ñito?

—Tengo que avisar otra vez a mi amigo. ¡Sergiooooooooooooooooooooooooo!

La ventana de la habitación de su amigo volvió a abrirse. El amigo rubio se veía alterado, molesto incluso.

—¡Víctoooooooooooooooor! ¿¡Vuelves a la partida o qué!? ¡Por tu culpa mataron a Jerry! ¡Ahora tenemos que rescatar a Nacho y a Jairo!

—¿¡A quién, Sergio!?

—¡A NAAAAACHOOOO Y A JAAAAIROOOO!

—¡Pero si Jairo no estaba jugando! —exclamó Víctor, extrañado.

—¡Le dije que viniera porque te piraste, tío! ¡Pero el tío es más malo que un canguro saltando a pata coja! ¡Ven ya, o perdemos!

—¡No puedo!

—¿¡Cómo que no puedes, tío!?

—¡Me voy a la montaña con mi abuelo, mi amigo Dereck y los demás! ¡Mañana jugamos!

—¡Haibalaostia! ¡Olvídalo, tío! —dijo Sergio, molesto, y cerró la ventana a cal y canto.

“Mi amigo Dereck”. Aunque pareció un detalle nimio para todos los demás, esas palabras quedaron grabadas en la mente de Ani y Dereck.

***

Germán y compañía tardaron un cuarto de hora en llegar a la montaña, tiempo suficiente para que Francis entrara en su monólogo habitual, digno de un quejista —un apodo que se había ganado a pulso. Que si ahora hacía mucho viento, que si ahora mucha calor, que si ahora no hay animales, que si ahora un pájaro casi le caga encima, que si ahora el estado de la carretera era pésimo, que si ahora Germán conduce lento, ahora rápido, ahora esto, ahora lo otro. Al principio, su esposa trataba de decirle que no era el momento, que Ani y Dereck no necesitaban eso, pero Francis seguía y seguía. Al final, todos le hacían caso omiso. Germán, como siempre, se reía ante las quejas de su amigo. Siempre las consideraba absurdas, síntomas de un hombre retirado, aburrido de la monotonía del nadaquehacerismo.

Tras atravesar un camino sinuoso y pasar por una ladera empinada, el grupo llegó a la cima, en un área boscosa. Aparcaron, descargaron unas cuantas sillas y tomaron los helados. Germán, Francis, Melinda y Ani optaron por disfrutar de sus helados con tranquilidad, sentados, charlando sobre temas aleatorios. Los niños, por otro lado, alternaban entre pasar la pelota y tomar uno o dos bocados. Poco a poco, los ojos de Dereck cobraban más vida. Ani sonreía.

De tanto hablar, llegó el tema de los trabajos. Melinda, y en especial Germán, estaban preocupados por Ani. Ambos recordaban la primera vez que la habían visto: alegre, jovial, definitivamente más rellena, y sobre todo más aventurera. El pasar de los años era como ver una flor marchitarse lentamente, como una fiesta que poco a poco se silencia y queda vacía.

—¿Ani? —Melinda quería captar su atención.

—¿Sí?

—El trabajo… ¿Va todo bien?

Ani suspiró. Quería hablar de ello, y al mismo tiempo, prefería hablar de otra cosa. ¿Cómo explicar algo que había comenzado como una pequeña bola de nieve, pero ahora era una avalancha? No sabía qué decir, más que:

—Hago demasiado, como si hiciera el trabajo de diez personas. Todo porque los demás se salen con la suya adjudicándome sus tareas.

—Suena a que son unos aprovechados —dijo Francis, gruñendo—. Mira, mañana voy contigo y les doy una bofetada a todos. Así alegro tu día, y también el mío, ya de paso.

—Querido, no creo que sea buena idea —objetó Melinda—. Sobre todo porque estás fofo.

—¡Oye! ¿Habéis oído? ¡Mi propia esposa! —exclamó Francis, poniéndose rojo. De un momento a otro, cambió de parecer—. Aunque tiene razón. Plan B: un bate de béisbol. O mejor, contrato a un mercenario.

—A ver, no creo que haga falta llegar hasta ese extremo —dijo Germán, riéndose. Luego se dirigió a Ani—. ¿Supongo que intentaste hablar con los compañeros y los jefes?

—Sí. Llevo meses, pero nada. Oídos sordos, cabezas huecas.

—Mi plan B sigue en pie, ya tú sabes… —repitió Francis.

—¡No, no y no! —replicó Melinda, golpeándole a su marido con cada “no” que pronunciaba.

—¡Ya sé! —Germán se levantó de la silla y le extendió la mano a Ani—. Ven conmigo.

—¿Adónde vamos? —preguntó Ani.

—Ya verás. Francis, Melinda, ¿podéis vigilar a los niños?

Francis y Melinda asintieron, aunque el quejista estuvo tentado a preguntarle si pretendía pedirle matrimonio. Desechó la idea; hasta él sabía que no era el momento adecuado para un chiste así.

Germán llevó a Ani hacia una zona más despejada, donde había un precipicio. Se situó al borde, aunque no muy cerca, pues padecía de vértigo. Le dijo a Ani que se pusiera cerca.

—Cierra los ojos —indicó Germán.

—¿Germán? ¿Qué vas a hacer? —Ani estaba un poco nerviosa, sin entender qué plan tenía Germán.

—Es algo bueno, te lo prometo. Te enseñaré algo que solía hacer de joven. Venga, cierra los ojos.

Ambos cerraron sus ojos, y Germán siguió con otras instrucciones: extender los brazos lado a lado, respirar hondo y dejar de pensar. Luego, sentir el viento, escuchar la naturaleza. Así durante cinco minutos.

De golpe, Germán gritó a todo pulmón:

—¡Alfa! ¡Otorrinolaringologíiiiiiiiiaaaaaaaaaa! ¡Cacho de paaaaaaaaaaaaaaaaaan!

Aquellos gritos sobresaltaron a Ani, quien ahora tenía el corazón a mil. Abrió los ojos y miró a Germán, totalmente pasmada.

—¿Qué… qué haces?

—Gritando a toda voz. Te toca.

—¿Cómo?

—Grita lo primero que se te pase por la cabeza, Ani.

—Pero… —Ani sintió bastante vergüenza ante la propuesta—. ¿Gritar? ¿Así sin más?

—No pienses mucho en ello, Ani —dijo Germán—. Solo hazlo. Después te sentirás fresca como una rosa.

—¿Y qué grito?

—¡Lo que sea! Como esto: ¡Carpaaaaaacciooooooooooooooooooo! ¡Alejaaaaaandroooo Magnoooooooooo! ¡Antimateeeeeeeeriaaaaaaaaaaaaaaa!

Germán la miró, esperando a que ella gritara. Ani no estaba segura del todo de qué hacer. Parte de ella quería gritar fuera lo que fuera que pasara por su mente. Otra parte de ella le decía: “Vete adonde Francis y Melinda, y diles que Germán se ha vuelto senil”.

La primera parte ganó:

—¡Heladoooooooooooooooo!

—¡Muy bien, Ani! No pares.

—No sé qué decir, Germán.

—¿Te echo una mano?

—Sí.

—Vale. Repite conmigo. ¡Elefaaaaaaanteeeeeeeeee!

—¡Elefaaaaaaaaaaaaaaaaanteeeeeeeeee!

—¡Aguaaaaaaaacaaaaateeeeeeeeeeeee!

—¡Aguaaaaaaaaaaa! ¡Y caaaaaaaaaaaaateeeeeeeeeee!

—¿Agua y cate? —preguntó Germán, enarcando las cejas.

—Yo qué sé. Me salió así —respondió ella, riéndose y encogiéndose de hombros.

—Bueno, eso también sirve. Sigamos. ¡Naaadaaaa podráaaaaaa conmigoooooooooooo!

—¡Nada! ¡Podrá! ¡Conmiiiigooooooooo!

—¡YO SOY LA MEJOOOOOOOR!

—¡YO SOY LA MEJ… Jajajajaja!

—¿Qué? ¿Qué pasa, Ani?

—¿Ahora eres una abuelita? —dijo Ani, tapándose la boca para esconder su risa, sin mucho éxito.

—¡Es para que repitas tú! No quería que repitieras “soy el mejor”. Anda qué… Sigamos. ¡Nadieeee me pueeeeeedeeee tumbaaaaaaaaaaaaar!

—¡Nadie me pueeeedeee tumbaaaaaaaaaaaaaaaaaar!

—¡A la porra con todooooooooooooooooo!

—¡A! ¡La! ¡Pooorrraaaaaa! ¡Con tooodooooooooooo!

—¡Genial! Ahora viene la mejor parte, Ani. ¿Estás lista?

—Mientras no sea tirarnos… —dijo Ani, mirando el precipicio.

—Madre del amor hermoso, ¡claro que no! ¿Qué clase de idea es esa?

—Entonces sí, Germán.

Volvieron a repetir la primera rutina. Extender los brazos lado a lado, respirar hondo y dejar de pensar; escuchar la naturaleza, sentir el viento. Así, durante cinco minutos. De repente, Germán gritó:

—¡ME VOY DEL TRABAJOOOOO!

Ani le miró, perpleja. Titubeó, pensando que había escuchado mal.

—No entendí.

—Que me voy del trabajo. Y tú también.

—Pero…

—Encontraremos algo mejor, ya verás. A mí en verdad me da igual, pero tú te mereces algo mucho mejor. Así que vámonos. Dimitamos. ¡ME VOY DEL TRABAJOOOOOOOOOOOOOO!

Ani se puso tensa. Pensó en todos los años que había estado en el oficio, en todo lo que había sacrificado para alcanzar aquella posición. Después de soportar tanto, salirse de la compañía sonaba como rendirse, como tirar la toalla antes de obtener la gran victoria. No… No podía irse del trabajo.

¿O sí podía? Tal vez Germán tenía razón. Ani también pensó en los horarios, en el trato que le daban, en lo que se perdía por el camino. Recordaba las veces en que no pudo coincidir con su propio esposo para cenar juntos o tener un fin de semana romántico. También todas aquellas veces que no había podido acompañar a su hijo en un evento, llevarlo a ver una película o verle tocar el piano. En todos los insultos e improperios que había recibido, nunca por una buena razón, pues en el fondo sabía que era la que más se esforzaba en la compañía.

Sí, Germán tenía razón. “Basta. Por mí, por mi hijo, por mi esposo”. Ani tomó una bocanada de aire, infló sus pulmones y gritó:

—¡ME! ¡VOY! ¡DEL! ¡TRAAAAAABAAAAAAAAAAAAAAAJOOOOOOOOOOOOOOO!

Por primera vez en mucho tiempo, Ani sintió paz, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.

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