Muchos hablan de lo que vieron cuando rompí el récord mundial de 400 metros lisos. En su momento, no sabía qué esperar, pero aquella carrera pasaría a ser, para mí, un antes y un después.
Posiciono los pies sobre los tacos. Alineo los dedos índice y pulgar de cada mano con la línea de salida. Inhalo profundamente; exhalo. Me rodean un vitoreo continuo, los aplausos de la multitud y los gritos de los entrenadores. No importa. Solo pongo atención a un sonido: el disparo.
Los demás aún se están colocando, así que hay tiempo. Echo un vistazo atrás y veo a mis siete rivales, otros competidores que lo han dado todo para llegar a la final de los 400 metros lisos. Uno de Gran Bretaña, dos de Granada, uno de Estados Unidos, uno de Trinidad y Tobago, uno de Baréin y uno de Botsuana. Represento a la República de Sudáfrica, y hasta entonces, nadie de mi país ha logrado estar en el Top 25 de los récords mundiales en esta categoría.
Informan que la carrera iniciará brevemente. Inhalo profundamente; exhalo. Vuelvo a poner la mirada hacia delante. Dan la primera marca; arqueo mi cuerpo, dejando extendida mi pierna derecha. El siguiente segundo se me hizo eterno.
Oigo el disparo, y salgo de la línea lo antes posible. ¿Reaccioné antes que los demás? No lo sé, pues estoy adelantado en la pista. No es el momento de mirar atrás, sino adelante. Es crucial alcanzar la velocidad punta lo antes posible y mantenerla tanto como sea. Sin distracciones.
Durante la primera mitad de la carrera, los ojos se clavaron en uno de los competidores granadinos y el estadounidense, pues fueron quienes tuvieron un mejor inicio. La gente supuso que conquistarían el podio y lucharían por el oro durante los 200 metros restantes.
Yo, en cambio, solo veía mi propio carril y me centraba en recorrerla en el menor tiempo posible. Por unos segundos, ni el público ni los entrenadores existían. Solo yo y la carrera.
Sigo sin ver a nadie. ¿Voy mejor o peor? No sé si debo apretar más o si tengo mucha ventaja.
Atravieso la última curva antes de la recta final. Mantengo la respiración controlada y llevo mi cuerpo al límite. Noto la fatiga, pero la desestimo.
Por el rabillo del ojo percibo a un par de corredores acortando su distancia. No me puedo permitir perder. Solo quedan 100 metros; es ahora o nunca. Lo quiero hacer por mí, mi entrenador, mi familia, mis amigos y mi país. Por todos aquellos que creyeron en mí. Por todos los sacrificios que hice para tener un puesto en la final de las Olimpiadas. Es ahora o nunca.
Encuentro un chute de energía en ese pensamiento. Escucho las zancadas de mis rivales, y decido alejarme de ellas. Me noto pesado, pero lo ignoro. Sigo respirando y corriendo a buen ritmo, y aprieto un poco. El cuerpo pide más oxígeno, y trato de dárselo. Mis piernas piden descanso; solo un poco más, y podréis reposar.
Ya no escucho las zancadas. ¿Aflojo? No. Es ahora o nada. Aprieto un poco más, aunque se me vaya el alma con ello. Cada paso cuenta para alcanzar la victoria.
Estoy a pocos metros de la meta. Comienzo a inclinar un poco la cabeza, temiendo que un rival me alcance en el último segundo. Justo antes de cruzar, volteo un poco la cabeza, y me percato de un hecho que nunca había imaginado antes: no hay nadie a mi lado.
Cruzo la meta solo y bajo el ritmo. Miro a mis rivales, quienes cruzan la línea un tiempo después, y me llevo las manos a la cabeza. Veo el público, la pantalla, los números. ¡Nuevo récord mundial!
Me inclino hacia delante, respirando pesadamente y tratando de recobrar mi energía. Con un abrazo y felicitaciones del granadino, al fin asimilo lo que acaba de pasar: he hecho historia. Todo valió la pena.
La medalla la dediqué a todos aquellos que me apoyaron y los competidores que lo dieron todo en la pista. Sí, rompí el récord y gané la medalla de oro, pero uno no llega a la meta solo. Es imposible. Un atleta con una red de apoyo saludable llegará más lejos que cualquiera que corra a solas, y alguien que nunca es desafiado en su vida jamás alcanzará su potencial.
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