Una manada de vacas y ovejas deambulaban por un prado bajo el sol reluciente, que brillaba a través de un cielo completamente despejado. El ganado buscaba pasto para alimentarse, y se servía de los bebederos para hidratarse. Era una mañana tranquila, más por la presencia de un animal particular: un pastor ganadero australiano.
El perro lucía colorido característico de la raza, que mezcla el negro con el blanco, con manchas rojizas y dos parches negros en su cabeza, rodeando cada ojo y oreja. Marchaba con orgullo y seguridad, paseándose entre los animales para asegurarse de que ninguno se desviase.
De tanto en tanto, el pastor ganadero percibía algún sonido u olor fuera de lugar. Abandonaba temporalmente su puesto para echar un vistazo rápido. Usualmente, veía algún pájaro, conejo o ciervo, nada peligroso. Aun así, para dejar en claro que nadie más se acercase, ladraba. A todo ser que osara acercarse al perímetro, lo echaba fuera, sin dejar de estar pendiente del ganado.
Las vacas y ovejas debían moverse. Era la rutina. Con el tiempo, el perro aprendió en qué lugares debían estar según el momento del día, ya fuera para comer, hacer sus necesidades, pasear un rato o descansar. El pastor llevaba a cabo su labor incansablemente, persistente en tener todo en su sitio.
Escuchó un aullido. El perro australiano se paró, alzó sus orejas. Agudizó su olfato. Permaneció quieto por un buen rato, atento, alerta. No percibió nada más.
Prosiguió pastoreando el ganado. Aparecieron más pájaros, ardillas y conejos, con algún que otro ciervo tratando de saltar sobre las vallas de madera. No obstante, el perro en absoluto lo permitía. Era su terreno y el del ganado; de nadie más.
Sonó otro aullido, esta vez más cercano. Entre las hierbas y plantas, el perro captó una silueta oscura moviéndose. Era un lobo. Puso toda la atención en esa amenaza inminente. No era la primera vez que entraba y tanteaba el terreno, así que el perro ponía todo su empeño en rechazar su avance.
El lobo se reveló por completo. A paso lento, se aproximó al perímetro. En ese instante, el perro guio a las vacas y ovejas para que se alejaran, aunque fuera un poco. Entonces, se puso entre el ganado y el lobo. Esperó.
Tras un par de minutos, el lobo superó el perímetro. El perro fue paciente, manteniéndose a la espera. Sabía que el lobo era rápido, feroz e impredecible. Por lo menos, quería esperar a que el lobo hiciera su primer movimiento.
Pocos segundos después, el lobo corrió. Fue directo hacia una de las vacas, con claras intenciones de morderla y matarla. El perro dio una acometida, saltando a tiempo y golpeándole por el costado.
El lobo se enfureció. Se recobró, poniéndose rápidamente a cuatro patas. Dirigió su mirada al pastor ganadero australiano. Quería dejar claro que ningún otro animal le humillaba.
El perro y el lobo caminaron en círculos, tanteando el uno al otro. Por un buen rato, nadie avanzaba. De repente, una de las vacas comenzó a gemir. Un ciervo había superado el perímetro y había asustado a una de ellas. Desafortunadamente, el perro se distrajo, tratando de entender qué es lo que pasaba. El lobo aprovechó tal instante para embestir con fuerza.
El perro gimió, adolorido. El lobo le había golpeado fuerte donde la pata delantera y el cuello, pero no había terminado. El animal salvaje se dispuso a arañar al perro, dando zarpazos a diestra y siniestra. El pastor fue hábil en esquivar varios de los golpes, mas recibió un par de heridas.
Tras forcejear con el lobo, el perro le mordió una de las patas, lo que obligó al lobo a apartarse. El perro se levantó, respirando con rapidez y con el corazón latiéndole a toda velocidad. Aun así, aunque estaba herido, no iba a rendirse. Nadie puede tocar a las vacas ni las ovejas. Nadie.
El perro se preparó para lanzar otra acometida. El lobo hizo lo mismo. Se miraron el uno al otro, como si fueran vaqueros en el lejano oeste, tratando de hallar el mejor momento para atacar.
Un pájaro cantó. El lobo apartó la mirada ligeramente. Craso error. El perro vio la oportunidad, y saltó al lobo, mordiéndole fuerte en la parte trasera del cuello. El lobo se agitó violentamente, tratando de sacarse de encima al molesto perro. Sin embargo, su rival había encajado su mordida hasta la vértebra; no había manera de deshacerse de él. El perro se mantuvo firme, desgarrándole con sus zarpas y agotando las energías del lobo.
Tras unos segundos, el lobo cayó muerto. El perro había vencido. Lo agarró de la cola con sus dientes y lo sacó del perímetro. Lo que menos quería ahora era que el cuerpo inerte del lobo llenara de gusanos el lugar de pasto.
Era el momento de descanso. El perro, doliéndose de sus heridas, guio a las vacas y ovejas para que reposasen en su establecimiento. Luego se dirigió a una pequeña piscina de agua para beber y lavarse las heridas, gimiendo por el dolor agudo de los zarpazos.
Al terminar, entró a la casa que se hallaba al lado del establecimiento. La puerta estaba semiabierta, por lo que entró sin problemas. Se dirigió hacia el salón, donde se hallaba un anciano sentado en un sillón.
—¡Hola, cachorrito! ¿Estás bien?
El perro ladró un par de veces, lo que el anciano entendió como respuesta afirmativa. Inspeccionó bien al perro, y suspiró.
—Otra vez el lobo, ¿eh? Jolín… ¿Luchaste contra él?
El perro volvió a ladrar unas cuantas veces.
—¡Oh! ¿Luchaste, entonces? ¿Y ganaste?
El perro ladró y saltó, sacando su lengua afuera y meneando la cola con rapidez.
—Oh, jajaja. Veo que sí, cachorrito. Qué bien… Sí, qué bien. Me alegro. Gracias, muchas gracias. Eres un buen guardián. Yo, en cambio…
El anciano trató de moverse, mas soltó un alarido. El perro gimió, preocupado. En ese momento, no podía hacer mucha cosa por su dueño.
—Desde luego, ya no tengo edad para estas cosas. Me duele todo… Menos mal que te tengo a ti —dijo, guiñándole el ojo.
El perro ladró y saltó otra vez, orgulloso. Al instante, volvió a gemir, triste, pues el anciano se quitó las vendas para ver cómo estaban sus heridas. Eran mordidas de un lobo.
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