Alicia despertó de un sueño profundo. Su perro, un Jack Russell terrier de nombre Chip, saltó sobre la cama, sacándola del letargo. Alicia, con los ojos entreabiertos, notó que el cachorro actuaba nervioso, gimiendo y zarandeándola.
—Chip, ¿qué pasa? —preguntó Alicia, aún somnolienta.
El perro la sacudió incluso más, saltó fuera de la cama y se la quedó mirando enfrente de la puerta de la habitación.
—¿Quieres dar un paseo? —Alicia bostezó y estiró sus brazos—. ¿Qué hora es? A ver mi móvil... ¿¡Las cinco y media de la mañana!?
Tapó su boca de inmediato. Vivía con sus padres, y lo que menos quería era despertarlos por un grito suyo. Esperó unos cuantos segundos; ni su padre ni su madre reaccionaron.
Alicia suspiró. Miró a su perro, mostrando un atisbo de enfado. Luego susurró.
—Chip, aún falta hora y media para salir a trabajar. ¡Déjame dormir!
El perro gimió y dio un par de brincos. Alicia, visiblemente fastidiada, gruñó y apartó las sábanas. Un escalofrío recorrió por todo su cuerpo.
—Brrr... Encima hace frío.
Alicia se levantó de la cama y marchó al baño. Mientras se lavaba la cara y los dientes, se fijó que Chip estaba a su lado, con los ojos clavados en ella.
—No pienso lavarte los dientes.
El perro gimió y se sentó. Aquello hizo reír a Alicia, pues no se esperaba una reacción tan oportuna como aquella. Cuando terminó, la joven se dirigió a la cocina para tomar un poco de agua. Luego agarró una chaqueta, un gorro, la correa del perro y las llaves de casa. Tras ponerle la correa a Chip, se puso los zapatos, y salió.
El viento matutino era gélido. Alicia se ajustó la chaqueta para cubrirse del frío, miró lado a lado y pensó en qué dirección caminar. Como era temprano en la mañana, estaba bastante oscuro. Solamente se veía algunas luces en la lejanía provenientes de otras casas. Por suerte, la luna iluminaba la zona a través de pequeñas nubes, revelando la carretera que había enfrente, a pocos metros de la casa.
—¿Caminamos por la carretera, Chip?
El perro dio un par de brincos. Alicia tomó ese gesto como un sí. Al llegar a la carretera, Alicia se dispuso a caminar hacia el bosque. Sabía que a Chip le encantaba pasear por ahí, pues siempre se emocionaba. Mientras más se acercaban, más rápido agitaba Chip su cola.
Alicia rio. Qué feliz es con tan poco, pensó.
A medio camino del bosque, Alicia vio que había algunas ramas tiradas por tierra. Ella y Chip las rodearon y prosiguieron caminando durante unos cuantos minutos. El viento aullaba por momentos, infiltrando el frío hasta los huesos de la joven. Ella temió por su cachorro, pero dejó de preocuparse tras echar un vistazo a su mascota. Chip seguía tan alegre como antes.
De repente, el perro tiró de la correa, tratando de adentrarse en el bosque.
—¡Chip! ¿Qué haces?
El perro tiró más fuerte, gimiendo y saltando, correteando de un lado a otro. Alicia, suspirando, dejó de luchar y se metió en el bosque con su cachorro. Ambos caminaron entre árboles, casi en completo silencio. Algún que otro búho ululaba, pero poco más. El quebrar de las ramitas bajo los pies de Alicia rompía la monotonía.
Vio algo de reojo. Trató de fijarse, pero lo perdió de vista. No pudo ver bien qué era, o comprobar si realmente había visto algo. Siguió con el paseo. Chip, como ya llevaba haciendo por un buen rato, no paraba de agitar su cola.
Otra vez. Una pequeña luz. No, varias luces. Ojos. Ojos en la oscuridad.
Alicia quedó petrificada. Sostuvo fuerte la correa y tiró de ella para acercar al perro. Estuvo quieta durante casi un minuto; Chip gimió un par de veces. Con la respiración entrecortada, Alicia acentúo sus sentidos y trató de descubrir de qué eran esos ojos. ¿Perros salvajes? ¿Gente buscando a su siguiente víctima? ¿Lobos?
El ulular de un búho asustó a Alicia, sacándole un grito. Al mismo tiempo, aquellos ojos se movieron.
—¡No, no, no, no! ¡Eso sí que no! ¡Vámonos, Chip!
Alicia tiró de la correa una vez más y comenzó a correr. Aunque era veloz, sabía que Chip era capaz de aguantar su ritmo. Al fin y al cabo, salían a correr juntos de tanto en tanto.
Alicia y el perro apresuraron la marcha, sorteando los obstáculos de la naturaleza y escurriéndose entre los árboles. Fue entonces cuando ella escuchó un sonido fuerte. Sin embargo, Alicia no se dejó distraer. Prosiguió, sin importar lo que pasase a su alrededor.
Esto es, hasta que algo salió a su encuentro.
—¡Ah! ¿¡Quién anda ahí!?
Chip ladró unas cuantas veces. Alicia, nerviosa, no permitió que su perro se acercase a aquella silueta. Comprobó sus bolsillos para sacar el móvil y poner la linterna, pero no lo encontró. ¡El móvil! Lo dejé en casa.
—¿¡Quién anda ahí!? —volvió a preguntar Alicia, moviéndose un poco al lado para ver mejor.
Entonces descubrió qué era. Un ciervo. Alicia quedó aliviada, agradeciendo a Dios por no ser otra cosa más peligrosa. El ciervo retomó su curso, y tras él le siguieron un par de ciervos más. Alicia se volteó; el alivio le duró poco. Los ojos estaban más cerca que antes.
—¡Vamos, Chip!
Alicia y Chip reanudaron la carrera y llegaron a la carretera. Corrieron con todas sus fuerzas, alejándose de aquellos ojos lo antes posible.
Algo rozó el pelo de Alicia, aterrorizándola. Sin dejar de seguir adelante, miró arriba y a los lados, alarmada. ¿¡Qué era eso!?, se preguntaba. Otra vez algo rozó su pelo. Ya en la tercera ocasión descubrió qué era: murciélagos.
A Alicia le aterraban los murciélagos; se llenó de temor al verlos volar cerca. Para mala fortuna, la joven estaba demasiado distraída como para evitar las ramas que había visto tiradas antes. Tropezó y cayó de bruces.
Alicia quedó aturdida por unos segundos. Los murciélagos volvieron a tocarla, esta vez arañándola un par de veces. La joven reaccionó gritando y agitando sus brazos, tratando de golpear a aquellas bestias aladas. Paró. Se miró las manos. Ya no tenía la correa. ¡El perro!
La chica miró en dirección de su casa. Percibió la silueta de su mascota a pocos metros de ella, corriendo y alejándose.
—¡Espera, Chip! ¡No te alejes!
Alicia volvió a mirar hacia arriba. Los murciélagos estaban dándose la vuelta y preparándose para ir contra ella una vez más. La joven también miró atrás, en dirección del bosque. Los ojos se aproximaban.
Armándose de toda la valentía posible, Alicia se incorporó de un saltó y dio un esprint. Debía llegar a su casa lo antes posible; solo ahí iba a estar segura.
Corrió con todas sus fuerzas. Hizo caso omiso a cualquier sonido y movimiento que sucediera alrededor. Nada iba a frenar su escape. Nada.
La casa por fin estaba a la vista. Alicia se dirigió hacia el garaje, pues era la parte más próxima. Dio unas cuantas zancadas y, al llegar a la entrada, la luz del garaje se encendió. La joven vio a su perro ahí parado, pero era ya tarde para reaccionar y tropezó con él.
Alicia cayó de espaldas al suelo. El perro gimió y ladró, corriendo alrededor de ella. La joven, lastimada por la caída, se incorporó un poco para ver si aquellos ojos aún seguían tras ambos.
Los ojos estaban ahí, más cerca que nunca antes. Alicia esperó, apenas respirando. Fuera lo que fuesen aquellos ojos, debían salir de la oscuridad y entrar a la luz. Los ojos se aproximaron. Finalmente, aquellos ojos revelaron quiénes eran los dueños. Alicia, perpleja, gritó.
—¿¡Gallinas!?
Y no eran gallinas cualesquiera. Las reconoció. Aún tirada en el suelo, echó un vistazo rápido al gallinero que había al lado del garaje. La puerta del gallinero estaba abierta.
Alicia, pasmada e incrédula, se quedó mirando al cielo. Se llevó las manos a la cabeza, soltó un largo suspiro y trató de calmarse. Las gallinas se acercaron a ella y picaron sobre su chaqueta, alegres de regresar con su cuidadora. En ese instante, Alicia rompió a reír por lo absurdo de la situación.
Su madre abrió la puerta de la casa, asustada por los ruidos que escuchó fuera de casa. Cuando vio a su hija tirada en el suelo y rodeada de gallinas, no pudo sino preguntar:
—¿Qué haces ahí tirada, hija?
—Se te olvidó cerrar el gallinero anoche y las gallinas se escaparon —respondió Alicia—. Pero no pasa nada, ¡las recuperé todas!
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