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Enfrentando la cascada

Foto del escritor: Stephen A. R. M.Stephen A. R. M.

Me planté al borde de la cascada, sobre una roca, e inmediatamente quedé paralizado. Estaba muy alto. Quince metros, por lo menos; puede que veinte. Para los valientes, esa altura era incluso una minucia, pero no para mí. Al echar un vistazo abajo, mi piel erizó y temblé en escalofríos.

Mis amigos gritaron, animándome. “¡Lánzate, Alberto!” decían una y otra vez. “¡Vamos, puedes hacerlo!” me animaba alguno que otro. Recibir tanta atención me hizo sentir incómodo. Noté que más y más personas me miraban, incluso aquellas que no habían venido con nosotros. Con una gota de sudor corriendo por la frente, di un paso atrás.

Una de mis amigas, Sandra, subió. Se colocó a mi lado sin hacer ruido y me codeó, tomándome por sorpresa.

—¡Ostras, Sandra! —Resbalé un poco, pero recobré el balance rápidamente.

—¡Cuidado! No te me vayas a caer y te rompas el cráneo, ¿eh?

—Qué susto, tía. ¡No me des así como así!

—Lo siento, no pretendía asustarte —dijo ella, entre risas.

—Ya, ya...

Sandra se quedó en silencio. Se limitó a mirar al horizonte, observando la naturaleza. Vi que cerró sus ojos y respiró hondo. Estuvo un buen rato así.

—¿Preparándote para saltar, Sandra?

—No. —¿Entonces?

—Estoy disfrutando de este momento. Deberías probarlo, que estás muy nervioso. Mira a tu alrededor.

—Créeme, ya lo he probado— dije, mirando al final de la cascada. Tragué saliva y palidecí.

—¡No mires abajo, Alber! Arriba esa cabeza.

Sandra levantó mi cabeza por el mentón y me dio una palmada en la espalda. Volvió a cerrar los ojos, diciéndome que me relajara.

Me tomó un minuto calmarme. Fue entonces cuando me fijé en el precioso panorama. Los árboles en pleno verdor; las nubes en sus usuales formas abstractas —excepto una nube con forma de conejo—; las aves volando de un lado a otro; el sol en todo su esplendor…

—Escucha también —dijo Sandra.

—¿Qué?

—Escucha la naturaleza.

La cascada. El agua fluyendo por el río antes de caer. Los pájaros cantando. Las risas. La gente gritando de un lado a otro. El viento.

—Oye, Sandra…

—¡BANZAAAAAAIIII!

Y los nervios regresaron. Sandra saltó hacia delante, y no de cualquier manera. De cabeza. ¡De cabeza! El corazón se me puso a mil y comencé a sudar a borbotones. Cuando escuché el fuerte chapoteo, dejé de respirar.

—¡Sandra! ¡Vaya salto más increíble!

Mis amigos la vitorearon. Vi cómo Sandra nadaba de regreso al resto del grupo. Por un lado, estaba sorprendido. He de admitir que el salto que dio fue impresionante, como de una damisela segura ante el peligro. Por el otro, ¡mis piernas temblaban aún más!

Photo by MJ Tangonan on Unsplash

—¿Qué te pasa, tío?

Me giré y vi a un niño mirándome con desdén.

—¿Tienes miedo o qué? —Me preguntó.

—Bueno…

—¿Vas a saltar o no?

—Bueno…

—¡Tío! ¡Tardas mucho! ¡Aparta!

Sin tener tiempo a siquiera apartarme un milímetro, el niño tomó carrerilla y corrió. Levanté mis manos en reflejo para tratar de pararle. Me asusté bastante, pues las rocas estaban algo mojadas. Temía que resbalase. Pero el niño, tan rápido que era, se me escurrió y saltó con toda la agilidad que puede tener alguien de su edad.

—¡Allá voy, papá!

Se me cortó la respiración. Otro chapoteo. Más vitoreo. Y yo con las piernas que ya apenas podían aguantarme.

—¿Te vas a lanzar, jovencito?

Aquella voz me sacó del asombro. Di media vuelta y vi que había una anciana detrás de mí, caminando poco a poco hacia el borde de la roca. Quedé atónito, pues para subir hasta este punto uno debía escalar unos cuantos metros.

—Sí, bueno… En algún momento. Supongo.

—No suenas muy seguro, chiquitito.

—¿Chiquitito?

—Estoy jugando contigo —dijo la anciana, riéndose. Apenas tenía algún diente que otro.

—¿Cómo has llegado aquí?

—¡Con paciencia, joven! Esfuerzo, paciencia y valentía. Con eso consigues todo en la vida, excepto cocinar mejor que yo.

—Pero…

—¿Vas a saltar? —me preguntó la señora, interrumpiéndome—. Si no, ya voy yo.

—¿¡Tú!? Pero si usted es muy…

—¡Ni se te ocurra decir que soy muy vieja! Los ancianos también tenemos derecho a hacer cosas emocionantes, y a morir de un paro cardíaco por ello.

—Lo siento, no pretendía ofenderla.

—No pasa nada. —Me tomó de la mano, aceptando mi disculpa—. Sé que no era tu intención. Entonces, ¿no vas a saltar? Creo que deberías.

—Sí. En algún momento. Creo.

—Tal vez esto te ayude, chiquitito. —La abuela se plantó al borde de la roca y saltó—. ¡Este es el mejor día de mi vida!

—¡Señoraaaaaaaaaaaa!

Se me cortó la respiración. Otro chapoteo. Más vitoreo. Y las piernas me temblaban tanto que me tuve que sentar. Me llevé las manos a la cabeza, tratando de recobrar la compostura. Cerré los ojos. Inspiré por cinco segundos, y exhalé durante otros cinco. Repetí el proceso varias veces.

Abrí los ojos. Clavé mi mirada en todas las personas que estaban abajo. Casi todas habían pasado por la prueba de fuego, saltando desde lo alto de la cascada. Pensé en Sandra. En el niño. En la anciana. También pensé en cuántas personas habrían saltado. Cientos de personas, tal vez miles. O más. Seguramente más.

Si ellos pudieron, yo también.

Me incorporé. Me sacudí y dejé tanto el miedo como los nervios a un lado. Fijé mi mirada en el destino, el gran charco de agua que se posaba bajo mis pies. Ya no era un obstáculo, sino una meta.

Salté.

Esta vez, el chapoteo fue mío. Esta vez, el vitoreo fue para mí. Esta vez, las piernas me temblaban, pero de la emoción. Sin embargo, lo que más me importó fue resurgir a la superficie, reunirme con los amigos, mirar atrás y ver que lo logré.

Sobra decir que repetí innumerables veces.

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