Encontrando la salida
- Stephen A. R. M.
- 15 ene 2022
- 4 Min. de lectura
El niño estaba impaciente, incluso molesto. Llevaba una hora caminando con su padre a través de un laberinto de setos. Antes de empezar la actividad, le fascinaba la idea de adentrarse en un lugar tortuoso y tratar de hallar la salida. El plan era trazar un mapa sobre una hoja de papel, descubrir por dónde se podía ir y cuáles eran los callejones sin salida. Sin embargo, el entusiasmo del niño se tornó en fastidio.
El joven golpeaba las hojas, bufando. El padre, percatándose de cómo su actitud había cambiado, preguntó:
—¿Qué pasa, hijo?
—Esto ya no me gusta. —El hijo cruzó los brazos y se sentó, refunfuñando—. Quiero irme a casa.
—Yo también, hijo. Nos espera una buena cena. Para eso, debemos encontrar la salida.
—¡Pues encuéntrala!
Paciente para con su hijo, el padre se sentó a su lado, enseñándole el mapa. Señaló con el dedo todo el camino que habían marcado hasta entonces.
—¿Ves? Hemos cubierto casi todo el lado este y central del laberinto. ¡Nos queda poco para descubrir la salida!
—Deberíamos haber traído un machete.
—¿Cómo? —Aquella frase pilló al padre por sorpresa. No se esperaba tal comentario.
El niño se puso de pie y, de pronto, hizo una pose que recordaba a un Indiana Jones listo para explorar ruinas recónditas.
—Así cortamos, chof, chof, ¡y salimos rápido de aquí!
—No es mala idea —dijo el padre, entre risas—, pero sería hacer trampas.
—Entonces, ¿qué hacemos, papá?
—Seguir dibujando el mapa. Mira —le volvió a mostrar el papel—, en pocos minutos ya sabremos dónde está la salida. Nos queda cubrir la parte oeste del laberinto.
—¿Y si nos hemos equivocado?
—Eso puede pasar —respondió el padre, asintiendo. Tras unos segundos de pausa, se incorporó y volvió a mirar a su hijo—. Debemos asegurarnos de que vamos por buen camino. ¿Tienes alguna idea?

El niño echó un vistazo a su alrededor, observando el camino rodeado de setos. El sol brillaba con luz anaranjada, anunciando así el inminente anochecer. El joven tuvo más ganas de salir del laberinto. Deseaba regresar a su casa antes de que el frío nocturno llegase, y zamparse lo que fuera que su madre había preparado. Alzó la cabeza. El niño se quedó boquiabierto al ver la altura de los setos.
—¡Papá, los árboles son más altos que tú!
—¡Desde luego! Pero solo son unos centímetros más altos que yo.
—¡Ya sé, ya sé! —gritó el niño de repente—. ¡Salta!
—¿Saltar? —El padre soltó una carcajada—. ¿Por qué quieres que salte?
—A lo mejor ves la salida.
—Me gusta cómo piensas —dijo el padre, sonriendo—. ¡Vamos a ver!
El padre saltó unas tres veces, intentando llegar lo más alto posible. Por poco no podía ver por encima de los setos. Tanto él como su hijo se miraron. El padre se encogió de hombros.
—Lo intenté. No llego.
—Jooooo... Qué poco saltas. —El joven volvió a cruzar los brazos, frunciendo el ceño. La mueca que hizo era tan cómica que su padre fue incapaz de aguantar la risa—. ¡Eh! ¿Por qué te ríes?
—Si te vieras ahora mismo... —El padre inspiró y expiró profundamente—. Vale. ¿Seguimos?
—No quiero. Me duelen los pies.
—Si quieres, te llevo.
—¡Sí! Llévame, llévame, llévame —dijo el niño, emocionado, extendiendo los brazos.
El padre lo tomó y lo puso sobre su espalda. En la medida de lo posible, comenzó a caminar hacia el oeste. Seguía dibujando y escribiendo notas en la hoja de papel. No obstante, deseaba que su hijo tuviera el momento de eureka.
Apenas pasaron unos minutos cuando el hijo anunció la idea que el padre tanto esperaba escuchar:
—¡Papá! ¡Ponme sobre tus hombros!
—¿Seguro?
—¡Sí! Creo que podré ver por encima de los árboles.
—¡Probemos, pues!
El padre lo sentó sobre sus hombros. Para decepción del hijo, los setos seguían tapándole la vista. No quiso rendirse.
—¡Me pondré de pie sobre tus hombros!
—¿Seguro? —preguntó otra vez el padre—. Suena peligroso. ¿Y si te caes?
—Eso no pasará —afirmó el niño con toda la seguridad del mundo—. Sé que no me dejarás caer.
Tal afirmación enterneció el corazón del padre. Esbozando una sonrisa de oreja a oreja, ayudó a su hijo a ponerse de pie sobre sus hombros.
El niño se irguió sin un ápice de duda. Echó una ojeada por encima de los setos. Sus ojos se abrieron de par en par, maravillado del panorama. Algunos pájaros sobrevolaban el laberinto, silbando como si cantasen juntos, y la luz diurna entintaba las nubes con colores rojizos. Contempló aquella belleza por un buen rato.
Siguió con sus ojos la trayectoria de un pájaro. Aleteaba por el borde del laberinto, como buscando un lugar en el que descansar. El pájaro descendió y se posó sobre una estructura que llamó la atención del niño. Entonces, se dio cuenta.
—¡Veo un arco hecho de piedras!
—¿De veras? —preguntó el padre—. ¿En qué dirección?
—¡Allá!
El niño soltó una de las manos para señalar. El padre se asustó por un momento. Para su sorpresa, su hijo ni siquiera tambaleó. Miró hacia dónde apuntaba, y supo que su hijo había descubierto la salida. Lo bajó y anotó la salida en el mapa.
—Muy bien, hijo. El arco de piedra rodea tanto la entrada como la salida del laberinto. ¡Diste con la salida!
—¡Bieeeen! —gritó el niño, emocionado—. ¡Vamos, vamos!
—Espera, hijo. —El padre se inclinó hacia su hijo, mostrándole el mapa—. Marqué la salida, pero aún debemos hallar el camino. ¿Qué tal si te encargas de eso?
—¡Sí, capitán!
El niño hizo el saludo con la mano, tomó la hoja de papel y se lanzó hacia la aventura. El padre, siguiéndole de cerca, sonrió una vez más, orgulloso de lo que su hijo acababa de aprender.
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