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El Hombre Milenario

Foto del escritor: Stephen A. R. M.Stephen A. R. M.

Sin pronunciar palabra alguna, se embarcó en un largo viaje a solas...

En los años aquellos en los que no se contaban aún las estaciones de cada vida, un hombre nació con un don divino. La eternidad había tocado el corazón del niño, otorgándole el regalo que los mismísimos reyes ardientemente deseaban. La madre y el padre, viendo la envidia en los ojos de los poderosos, marcharon al tan temido bosque, revestido de cristales y del cual no se habla más que muerte. Mas la muerte huyó de ellos, aterrorizada, como si fuera vetada de hacer uso de su guadaña.


El niño creció y se hizo hombre, y cuando se hizo hombre, se hizo igual a la madre y el padre. Los tres dieron gracias a los dioses, pues supieron que no solamente le habían otorgado eternidad al hijo, sino a la madre y al padre. El bosque cobró vida abundante, con fruto que nunca acababa y bestias que convivían unos con otros. Un día, escucharon las voces de aquellos que dejaron atrás, los buscaron y hallaron perdidos a todo al que en su corazón nunca hubo celos. Corazones limpios, mas en sus rostros se dibujaba aflicción. Los orgullosos y vanidosos alzaron la mano contra ellos y los obligaron a abandonar sus casas. La muerte había caminado por todos los rincones hasta encontrar un lugar donde saciarse.


"¡No temáis!", gritó el padre con gozo. "¡Los dioses os han llamado para concederos también el favor! Venid y no derraméis más lágrimas. Y si derramáis más lágrimas, ¡que de alegría sean!". Derramaron lágrimas; ya no de tristeza. La espesura los acogió a cada uno y el favor de los dioses tocó a cada uno de sus corazones. Crecieron, se hicieron un pueblo numeroso donde nadie nunca moría. Por centenares de años actuales, ninguno salió ni fue testigo del caos que reinó más allá de las fronteras del bosque.


En una tarde soleada, aquel que era antes visto como el niño bendito, miró hacia el cielo y vio que sobre él estaba todo despejado y que, más allá de su nueva casa, las nubes echaban tormentas. Sabía que la muerte sesgaba toda existencia en su libre albedrío. En su corazón nació algo más, un deseo de llevar esa vida que los dioses le dieron, en todo lugar que la necesitara. Habló con su madre y con su padre, con todos los demás, despidiéndose de ellos. Les dejó un nombre, Aend, que en su vieja lengua significa Eterno, y así se llamó el pueblo desde entonces. A sí mismo se llamó Tyeoul, que en su vieja lengua significa Enviado, porque sabía que los dioses le enviaban a las tierras muertas.


Salió y vio que la tierra era marchita, no daba fruto y ninguna nación permanecía unida. Su espíritu se atribuló en gran manera y clamó a los dioses. La respuesta vino a su corazón y supo que debía caminar hasta que encontrara un pueblo que le recibiera. Viajó día y noche, hasta cuatro lunas llenas sin comer ni descansar. Y he aquí halló un pequeño villorrio en un vasto desierto. Los habitantes salieron de sus casas, no dejaron ni una ocupada, tan sólo para recibirle e invitarle a ser parte de ellos. Supo que era a donde los divinos le llamaban. Por primera vez en mucho tiempo, comió y descansó.


Ellos les contaron todo lo que había sucedido en los seiscientos años previos, según escucharon de sus padres, abuelos, bisabuelos y lo que ellos contaban de hasta más allá de sus propios bisabuelos. El mundo se dividió en cada nación, reino, condado, villa, aldea y familia, y sólo unos pocos permanecieron juntos. Gente de toda casta, desde plebeyos hasta reyes, alzaron la mano incluso contra los suyos. Nadie nunca supo qué fue lo que provocó. Tyeoul afirmó sí saberlo, contándoles su historia y el don que los dioses le otorgaron.


Desde entonces, Tyeoul se quedó con ellos y quiso darles vida, con tal de que se expandiera y pudieran expulsar a la muerte del mundo para siempre. Nunca pensó de ello como algo utópico. Crecieron juntos y vieron pasar no solamente tres, sino hasta cuatro generaciones sin aún morir. El desierto brotó de vida y animales de todos los rincones viajaron hasta ahí, como si la misma tierra les hubiera llamado. El Enviado quiso darle un nombre al pueblo, Lyenael, esto es, Semilla en la vieja lengua.


Los rumores sobre un pueblo próspero alcanzaron hasta los confines del mundo. Personas de todas partes visitaron Lyenael, algunas para confirmar lo que consideraban meros mitos, otras para quedarse y formar parte de lo que estaba sucediendo. Tyeoul invitó a todos a contribuir, construyendo una torre a la que más tarde sería la central de la región de Kandes. Por esto, aquella torre fue simple y llanamente llamada Torre de Kandes. Aquella inmensa construcción, erigida en lo alto de la cercana Cordillera de la Serpiente, se convirtió en el centro más importante de conocimiento que uno podía encontrar en toda la tierra. Se recopilaban libros de historia, pergaminos antiguos y hasta tratados, provenientes de los pueblos más cercanos hasta más allá de los límites de la región de Kandes.


Y un día, Tyeoul vio que era necesario expandir la vida. Llamó a sus amigos de Lyenael y los envió a que fueran a todos los lugares que pudieran y comenzaran allá lo que él mismo hizo ahí. Salieron y pasaron decenas de años sin que él supiera nada de ellos. Para su tormento, noticias llegaron de que a aquellos enviados les había llegado la muerte y no vivían más. De pronto, se dio cuenta que los dioses no les daba el regalo a nadie más que a él. Su corazón se entristeció en gran manera y vino en su recuerdo la sonrisa de su madre y de su padre.


Sin pronunciar palabra alguna, se embarcó en un largo viaje a solas, de vuelta al bosque, solamente para hallar que los árboles habían decaído, las bestias volvían a luchar entre sí y todo fruto se había podrido. Se adentró y escuchó un lamento que desgarraba su alma. Encontró al pueblo Aend y vio que aún eran bastantes pero no reconocía a ninguno, ni nadie de ellos le reconocía. Habló con ellos y les pidió que le contaran todo lo que había pasado. Una anciana accedió, sabiendo quién era Tyeoul.


"Nunca te conocí, ni mis padres, pero mi abuelo me habló de ti, según le contaba su propio bisabuelo cuando aún era pequeño. Siempre me dijo que tú tenías un gran corazón y que querías dar vida allá por donde ibas. Por eso, quisiste ir a donde la muerte reinaba, para echarla fuera y sanar la tierra que se estaba consumiendo. Te fuiste; la vida se quedó con nosotros pero la eternidad nos abandonó. Tus padres murieron, así como toda tu generación. La segunda generación también pereció, y aún hasta la tercera. La muerte vio la oportunidad. Se asustó al verte allá fuera, así que volvió aquí al bosque, para estar lejos de ti y saciarse con nuestra mortalidad. Lleva siglos sesgando la vida, ya no solo de nosotros el pueblo, sino de los árboles, los animales y hasta la tierra y el agua. A causa de ello, varios de los nuestros han abandonado esta casa y se han ido a otras tierras. ¡Tyeoul! ¡La muerte acecha tras cada árbol de este bosque, buscando víctimas!"


Aquella noche, la anciana abandonó la vida. Invadido tanto por el amor como por el odio, amor por los suyos, odio por la muerte, se levantó Tyeoul a la mañana siguiente y buscó a la muerte por el bosque. No cesó hasta encontrarla, en la décima noche tras la luna llena. Vio que era mujer joven y que portaba una guadaña. Se encaró contra ella y habló.


— ¡Muerte!

— ¡Eternidad!

— Mucha sangre ha sido derramada ya; vete de aquí y no vuelvas más.

— ¿Para qué? Si me voy, morirán afuera.

— No morirán, pues te mando a que te vayas. ¡Abandona este mundo!

— ¿Y a donde quieres que vaya? ¿A la luna? ¿Al sol? ¿Más allá de lo que alcanzan a ver nuestros ojos? Esta tierra es mi única casa; no tengo otra a la que ir.

— ¿Y por qué has de vivir sesgando vidas, Muerte?

— ¿No lo entiendes, Eternidad? Tú puedes vivir cada día de tu vida sin temor a morir, pues yo no puedo tocarte. Pero yo no puedo vivir sin sesgar vidas, pues atada a esta guadaña vivo. Si no la sacio, no moriré sino que viviré en eterno tormento. Tu eternidad es una bendición; mi eternidad, una maldición.

— ¿Quién te la dio?

— Los mismos que te dieron esa bendición.

— ¿Los dioses? ¡Los dioses aman la vida!

— ¡Te equivocas! No sé si son dioses, pero si los hay, los habrá que aman la vida, así como también los que aman la muerte. Nos dieron un don, los primeros a ti, los segundos a mí. A ti te eligieron para que fueras vida en este mundo, a mí para que fuera muerte. Es algo que debemos aceptar, pues el ciclo vital incluye la vida y la muerte. ¡Es algo que tú debes aceptar!

— ¿Cómo? No puedo aceptar tal cosa. Mas hay algo que no comprendo, Muerte.

— ¿Qué, Eternidad?

— ¿Por qué elegir a una persona para la vida, otra para la muerte? ¿Dónde están los dioses? ¿Por qué nos han dejado aquí para soportar esta carga y no lo hacen ellos mismos? Yo no dejo de ver muerte a mi alrededor y voy allá donde haga falta para que brote la vida una vez más, como es mi cometido. ¿Es así?

— Así es.

— Pero tú has de irte lejos de mí, para poder sesgar vidas sin que yo pueda interponerme, y así poder vivir sin eterno tormento. ¿Es así?

— Así es.

— ¿Y ese es el don que los dioses nos han dado? ¿Bendición para mí y maldición para ti? ¡Es más bien una maldición para los dos! ¡Y no lo acepto!

— ¿Y qué haremos, pues?

— A mí la muerte no me puede tocar, mas tengo una petición que hacerte.

— Dime.

— Dame esa guadaña.

— ¡No!

— A mí la muerte no me puede tocar, no temas.

— ¡Esta guadaña mata todo el que la toca y necesita un dueño que la sostenga! Los dioses solamente me dieron a mí esa potestad. Si la tocas...

— No moriré.

— ¿Cómo puedes estar seguro?

— Porque los dioses me hicieron eterno.

— ¿Y si pierdes la eternidad?

— Pues que así sea.

— ¿Y si más allá que la eternidad, pierdes también la vida?

— ¿Acaso quieres vivir toda tu eternidad al servicio de la muerte?

— No, Eternidad. No quiero.

— Pues dame tu guadaña.

— Si algo te pasara...

— No importa. Ya viví demasiado.

— Sí importa. Si tú mueres, yo también habría de morir.

— No es así, pues tú aún no has llegado a vivir. ¡Entrégame la guadaña!

— ¡Nunca! ¡Si tú mueres, yo también habría de morir!


Pero la Eternidad le arrebató a la Muerte su instrumento y la guadaña se sació por completo, pues fue saciada con la eternidad. Tomó más y más de Tyeoul, consumiéndose toda la vida que se había alargado por el don de los dioses. Se hizo anciano y cayó de rodillas, no implorando, sino con una sonrisa.


Y, antes de expirar su último aliento, él la llamo Tessala, que en la vieja lengua significa Liberada.

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